Narrar lo inesperado
Lujan Iuale
Las plazas están vacías y afuera el silencio acecha. Las escuelas muestran sus patios sin sentido, sus pizarrones sin marcas. Los asfaltos desnudos se dejan ver. Nuestros consultorios se han vaciado y los pasos no resuenan. Los dolores deben atravesar la virtualidad para hacerse escuchar.
La supervivencia parece ser la primera meta y entonces el bullicio se enciende, de a ratos, en supermercados y farmacias. Estamos adentro, al menos los que tenemos un techo que nos cobija, los que podemos cerrar la puerta para que la nada no nos devore. Y rápidamente nos damos cuenta, otra vez, que para sobrevivir no alcanzan el techo y la comida, que el lazo hace a la condición humana de la subsistencia.
Mientras tanto, los hospitales y centros de salud crujen aguardando la próxima estocada. La angustia atraviesa a quienes ponen el cuerpo a diario porque las condiciones sanitarias no alcanzan para proteger del contagio. Lo que angustia no es el virus, lo que angustia es tener que afrontar la tarea sin los cuidados necesarios, a la espera de que lleguen.
La figura del héroe irrumpe en la escena. Se les pide heroísmo a quienes trabajan en salud y, en ese punto, se desmiente la vulnerabilidad en juego. La figura del héroe es renegatoria de lo efímero y frágil de nuestra existencia. No deberíamos entender por gesto heroico tener que exponerse sin más, cuidándose como se pueda. Tenemos la obligación de brindar las condiciones para que sea más seguro cumplir la tarea.
En 1921 Freud escribe Psicología de las masas. Ya introdujo en 1920 el Más allá del principio de placer y, pulsión de vida y muerte, será el último dualismo. Ya pasó la Primera Guerra Mundial y Freud vuelve a hablar del amor. Define a la libido como una energía, una cantidad sin embargo no medible, en la que confluyen las distintas formas del amor. La libido, modo privilegiado de afectación de los cuerpos, sale al paso para hacer de tope a la pulsión de muerte. Freud habla del amor que tiene como destino la meta sexual, pero no se detiene allí. Le atribuye al psicoanálisis mismo haber ido más allá. Entonces enumera esas otras formas posibles del amor: opone, por un lado, el amor a sí mismo y “por el otro, el amor filial y el amor a los hijos, la amistad y el amor a la humanidad; (…) la consagración a objetos concretos y a ideas abstractas.” (Freud 1921, 86) Quizá todas y cada una de ellas estén puestas en juego hoy. Por un lado, el amor a sí mismo, que puede tener todo su peso en la economía libidinal. Quien solo se ama a sí mismo queda fuera del lazo o solo podrá establecer un lazo paranoico. Pero es necesario un poco de amor propio para cuidarse. Y luego el amor por el otro que hace que podamos hacer eco de su dolor y propiciar algún gesto que esboce una presencia que acompaña. El amor filial y el amor a los hijos, tal vez en este último se inmiscuyan nuestros mayores temores. La amistad que es uno de los soportes privilegiados de nuestra vida, amistad que está hecha de lazos electivos, de encuentros que nos recuerdan que es posible por momentos sortear la soledad del Uno solo. Y por último el amor a la humanidad. No creo que sea azaroso que Freud lo escriba después de la guerra, después de la muerte, después de la devastación.
Entonces, cuidarse pero a condición de dejar a afuera el “sálvese quien pueda”. Cuidar, para que el otro pueda ser otro para alguien. Tender la mano, como decía Lacan, para no dejar caer.
Y entonces el heroísmo tendrá otro modo que no es el del mártir, ni el de quien es entregado al matadero, ni el de quien es convocado a ocupar la primera línea, la trinchera. Entonces, tal vez el amor pueda ser un más allá del narcisismo. El heroísmo será el del gesto espontaneo y amoroso con el otro. Gesto que puede cobrar formas diversas: desde quienes tienen medios y se han puesto a producir barbijos o máscaras; hasta quien le acerca una bolsa de alimentos a un vecino que no está pudiendo comer, o quien hace una llamada a quien se encuentra solo por los motivos que sean. Habrá tantos como la diversidad de nuestra humanidad lo permitan.
Y en cuanto a nosotros, analistas, que además de estar aguardando el temblor como todos los demás, nos dedicamos a esa extraña práctica que intenta hacer más soportable esa terrible condición de ser humanos, nos vemos llevados a reinventarnos. No sólo por el uso de los dispositivos virtuales, sino porque estamos viajando, igual que todos, a lomo de un tigre. Esa expresión es típica de China para expresar que se está metido en un aprieto. Montar un tigre y no saber cómo bajarse, he ahí el asunto. Entonces se multiplican las preguntan respecto de cómo hacer con los niños y niñas cuyos tratamientos han quedado suspendidos, como abrir ventanas ahí donde las puertas no pueden abrirse. Las infancias hoy sufren, más que nunca, no sólo la perturbación del lazo que la ausencia de la escuela y el club producen. Extrañan a sus afectos: abuelos, primos, aquellos que hacen en el día a día soporte a la crianza. Y es cierto que se las arreglan de algún modo: se conectan por la playstation, se hablan por videollamada. Pero que algo haga soporte al lazo transitoriamente no implica que reemplace el encuentro de los cuerpos. Es importante transmitir a las familias la importancia de poder contar con espacios donde se ponga palabra al sinsentido que estamos viviendo y sobre todo, espacios que funcionen como una otredad a lo familiar. No pretender, por otro lado, replicar la dinámica de la sesión en el consultorio, sino estar abiertos a la contingencia que el espacio virtual permita. Lo virtual hará de puente entre dos lugares, pero las palabras y los gestos, que otro cuerpo esté al otro lado, será lo fundamental.
Es preciso entonces, no dejarnos arrasar. Apostar al lazo es uno de los modos posibles de hacerle frente al tiempo difícil que nos toca vivir. Y no hay lazo sin libido, sin amor. Y es preciso estar despiertos- tal vez aquí nuestros insomnios se vuelvan instrumentos- para no dejar pasar la señales de las pujas económicas en juego, para no permitir que tres o cuatro puedan arrasarnos la vida aún más rápido que el COVID 19. Y no me refiero solo a lo que puede pasar en nuestro país, sino a que un Dragón y un Águila Calva se están enfrentando y disputando no solo deslindar las responsabilidades de la diseminación del virus, sino que lo que está en juego es quien detenta el poder económico.
Narrar lo inesperado no es posible mientras nos está pasando e igual insistimos, tercos, en precipitar las palabras en letras. Y tenemos la sensación del agua escurriéndose entre los dedos. Tal vez queden detritos, algunas piedritas, quien sabe, algunos rastros que nos permitan hacer la crónica de este momento de la historia.
Vuelve a mi memoria en estos días, La saga de los Confines de Liliana Bodoc. Su escritura retorna sonora, cargada de voces que me acompañaron en un momento en que la muerte rondaba mi vida. Con las últimas palabras de esa historia quiero terminar esta apuesta a escribir lo inenarrablemente actual:
Digan que está cansado. Y que camina con dolor. Que parece un anciano cuando calla y parece un niño cuando sonríe. Digan, también, que continúa cantando contra el Odio. Porque aprendió de tanto andar la tierra, que el Odio retrocede cuando los hombres cantan. (Liliana Bodoc. La saga de los Confines. Los días del Fuego, p. 469)
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