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“Lo que fue y será”





“Lo que fue y será”

“Tu amor abrió una herida

Porque todo lo que te hace

Bien, siempre te hace mal,

Tu amor cambió mi vida

como un rayo,

Para siempre para lo que

fue y será…”

“Tumbas de la gloria”

Fito Páez

Los sufrimientos profundos de las escenas de la vida amorosa, en muchas ocasiones, se transforman en pedidos de tratamiento. Esas coyunturas, en las cuales los síntomas ya no solucionan casi nada y la angustia muestra su peor cara, son el punto partida para encontrar, en la vía analítica, la paradoja que instituye el amor: la inclusión de términos disyuntos.

Por un lado, sabemos que el amor está atravesado por la contingencia, pero por el otro, que sea contingente, no significa que sea libre, es decir, hay determinaciones inconscientes que asignan condiciones de amor para un sujeto.

Amamos según condiciones inconscientes a aquel que suponemos sabe de una verdad desconocida.

El tesoro del amor que un sujeto encuentra es un tesoro de saber que vela una verdad. Ese objeto que nos es desconocido pero que creemos re-conocer, reencontrar en el otro, cuando se produce, es lo que podemos llamar amor en psicoanálisis.

Este punto nos abre todo un campo de conflictos psíquicos. Los pacientes hablan de esa relación particular entre el saber y el amor. Se preguntan cómo saben si son amados por su pareja, si quizás dejaron de amarlos, si ellos mismos, tal vez, dejaron de amar, o si lo que sienten se diferencia del amor.

En ese punto, hay una pregunta que insiste en relación a lo verdadero del amor, como si el amor tuviese una sustancia asequible, reconocible objetivamente, y no formara parte de la absoluta incerteza que nos habita.

Sin embargo, más allá de estas derivas neuróticas respecto de “ese saber”, cuando éste opera como tal, recubre esa falta, ese desconocimiento, con lo que el otro - por atribución - supuestamente, sabe de uno. Sabe de mí, de lo que me pasa, de lo que me gusta, de lo que quiero. O, por el contrario, no sabe, no se da cuenta, tiene que saber, ya va a saber, me tiene que amar.

La relación entre amor y saber también irradia el terreno del análisis.

En el Seminario de La Transferencia, dice Lacan: “Al comienzo de la experiencia analítica, recordémoslo, fue el amor”.

Partimos de un amor al saber, (que Lacan asociará al horror al saber, es decir, a un no querer saber nada de la castración), que poco a poco va dando lugar a un deseo de saber, atravesado por la contingencia de la verdad inconciente. Contingente, azaroso, en tanto podríamos decir que la verdad de un sujeto no está allí esperando ser descubierta, como el amante a su amado, sino que se instituye en el mismo trayecto que el amor posibilita en la transferencia. El Inconsciente es en acto.

Las equivocidades, en vivo y en directo, en el entre dos de la trasferencia, ponen en juego una aspiración pulsátil, recortes imprevisibles de Eso que habla, pero que no hay que descubrir como un tesoro enterrado, sino un tesoro que se asoma para desaparecer, en la superficie, cada vez. Lacan encontró en la clase 15 del seminario del fantasma una manera muy rigurosa y poética de decirlo: “el inconsciente habla sexo, brama, gime, ronronea, maúlla, es del orden todos los ruidos vocales de la palabra (parole), es una aspiración sexual”. (Pág. 88).

En Aún, Lacan habla del amor en términos diferentes de cómo lo venía planteando en los primeros tiempos, deja de lado el narcisismo en la elección de amor y se adentra en el terreno del reconocimiento y de la relación entre inconscientes. ¿Cómo se puede crear una relación entre dos inconscientes? Lacan se responde: a través del amor. El otro no sólo sabe sobre la verdad que me habita sino que en él reconozco mis propias marcas. Marcas que, en tanto tales, no son el objeto sino los vestigios de su ausencia.

Para que haya amor, se deberá atravesar también ese pasillo oscuro de la ausencia. La demanda de amor siempre es demanda de presencia: amar para ser amado, para ser reconocido.

El amor va de lo contingente a lo necesario, vía la demanda neurótica en la cual el sujeto se pierde en un empuje hacia una totalidad imaginaria, y - en tanto tal - ilusoria.

Pero el reconocimiento está hecho de trazos borrosos, cuando se cree conocer al otro por lo que es, el sujeto se encuentra con sus sombras. Sombras de la ausencia, ya que, como dijimos, no se trata del objeto, que está perdido, sino de algo que solo puede hacer sustancia por los rasgos que lo representan. Por eso el otro no es eso, “hace las veces de…”

Agreguemos una vuelta más. En el otro no solo está el objeto re-encontrado, sino que otro sabe de los rasgos del objeto que soy y que recubren la falta en el Otro. Dos recubrimientos. El amor pide amor, palabras, saber, reciprocidad, una escena amorosa que vela lo disyunto, un encuentro que necesita de lo accidental, de un rayo que marca y hiere, y que cambia todo para siempre, independientemente del tiempo en que las cosas funcionen. Pero también de un saber no sabido fundado en la fijeza de las marcas, en la ilusión de que es ahí, con ese y no con otro; una demanda de presencia que solo puede insistir en el fondo de una ausencia que dejó sus vestigios.

L relata en sesión que conoció a alguien por una app de citas. Dice que le atrajo particularmente, una postura particular, un modo de caminar que le provocaba una sensación de “seguridad”. En la primera cita, él le cuenta todas sus decepciones amorosas, en particular, las fallidas. Ella se propone ser la cita que no falla, y hace infinidad de cosas para que sea perfecta.

Al poco tiempo, él le dice que ella le da tanta seguridad que lo abruma. L se ve confrontada a la pregunta por lo que él quiere. ¿Le doy seguridad y no le alcanza? En esa pregunta es ella alcanzada por esa postura, ese rasgo del que queda prendada desde el inicio.

Su pregunta irá desde la seguridad al abandono.

Recuerda la quiebra del negocio de su padre, y que este dejó todo para mudarse al exterior. Su madre no quiso acompañarlo. A los 7 años, lo vio por última vez. ¿Qué recuerda de él en sesión? La primera postal que él le envía al asentarse en Europa, y una postura particular de “hombre" – dice ella – (no de un padre), un hombre que pudo conquistado todo, pero dejándola atrás. Ella quiere ser esa conquista que no falla y, es por ello, que necesita fallar, cada vez. Se ve compelida a estar pendiente de todo signo de amor y de presencia para no encontrarse con una ausencia desoladora.

Otra pequeña viñeta muestra cómo el objeto de amor revela esa doble vertiente de dos faltas que se recubren.

Ella pidió un turno con urgencia porque sus amigas y compañeros de trabajo se lo pidieron. Hablaba sin parar y se preguntaba qué hacer, casi sin dirigirse al analista. Ella había quedado embarazada de su amante y le habían aconsejado que aborte. El amante era el padre de su ex novio. Le dijo que estaba dispuesto a hacerse cargo de ese hijo, pero también a seguir con su matrimonio. Ella reconoció que siempre le había gustado el padre de la que fue su pareja, y que aquella relación, por momentos había sido una manera de acercarse, un salvoconducto para otra seducción.

Contó que siempre le habían gustado los hombres mayores, muy mayores. Los jóvenes le producían cierta sensación de “falta de hombría”, “sin pelos en el cuerpo”, rasgo que para ella condensaba un atributo de masculinidad que la seducía.

Por sus dichos, se podía colegir que no quería ser madre. Sin embargo, quería tener ese hijo, ese hijo del él. Esta es mi decisión, se repetía a sí misma. Estaba dispuesta a que las cosas sean de ese modo: tener un hijo de ese hombre, que era como el hombre que había sido su abuelo. Su abuelo todopoderoso, hombre mayor, y su abrazo en ese pecho peludo, aparecían con un rasgo haciendo eco, reencontrado una vez más.

Un rasgo recortado del cuerpo del Otro al que había quedado prendada. Su lugar en esa escena en el Otro del amor: deseada y amada por un hombre mayor.

En su palabrerío, casi sin corte, en las afirmaciones de lo que ella quería, en el rechazo de preguntarse algo más, en su paso vertiginoso por el dispositivo analítico, sólo encontró aquella afirmación, contrariando lo que su amiga le aconsejaba insistentemente: “abortá, vos no querés ese hijo, lo querés a él”.

Falto al tercer encuentro, avisando que sus horarios no le permitían acudir y no apareció más, incluso adeudando los honorarios de las sesiones.

El Psicoanálisis, en tanto opera con significantes, permite establecer distinciones sutiles. “Querer ser madre” y “tener un hijo de…” no es lo mismo.

El hijo aquí es heredero de una falta de amor, o un intento de restituir una ausencia, la del abuelo, la del amante mayor, que no casualmente también es “padre” de quien ella también eligió como pareja, es decir, no es “cualquier hombre mayor” al que encuentra, es “el padre de”, del mismo modo que lo es un abuelo.

La lógica edípica con todo su estruendo en una actuación, un acto que cambia su vida para siempre. “Lo que fue y será”, como dice la canción de Fito. El amor y su rayo.

Muchas parejas se constituyen a partir del deseo de un hijo. Eso no quiere decir que hagan pareja uno con el otro, sino que a veces, la pareja que viene a suplir la falta, es con el hijo.

En el Seminario 21 dice Lacan; “El amor es dos medio-decires que no se recubren". Los signos de amor serán siempre marcas que evoquen un vacío central al que, para amar, el sujeto deberá consentir. Vacío que puede recubrirse con amor o con un síntoma, o con lo sintomático de todo amor.

María Paula Giordanengo

Patricio D. Vargas

Agosto, 2020

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