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Literatura y Psicoanálisis

"Un hombre en el perfume"

Un cuento del Psicoanalista Patricio Vargas

Un hombre en el Perfume

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Literatura y psicoanálisis: Archivos
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"Una vuelta más"

Un cuento de la psicoanalista Florencia Fernández y el psicoanalista Patricio Vargas

Y a través de la sortija ella lo convirtió
en un caballo que gira y gira a su alrededor
tanto girar
girar es un efecto
tanto esperar
esperando que se haga realidad
él se pasa girando sin parar
nada es perfecto
“Adela en el carrusel”
Charly García, Parte de la religión”

Cada viernes, poco después de las cinco de la tarde, como una ceremonia que bien podría evocar
el “five o´clock tea”, el abuelo Vicente pasaba a buscarme en su brillante y majestuoso Taunus gris. Juntos emprendíamos el viaje: yo dispuesta a pasar el fin de semana , él de regreso a casa donde vivía con Adela, mi abuela. Vicente era un hombre orgulloso de su trabajo.


Vendía reglas, escuadras, compases y otros artículos de uso técnico para arquitectos y dibujantes. Gracias a su
empeño difícilmente no lograra venderles algo a las librerías o sacarles, aunque más no sea, una
promesa de compra. La abuela nos esperaba ansiosa, mientras hacía las cosas de la casa o cosía algún encargo para las señoras del barrio. Eso sí, todo acompañado por una queja constante y ruidosa hecha de resoplidos y onomatopeyas: los mandados que había hecho el abuelo, los precios, la vecina, los perros que  rompían la basura, el clima, el  dolor en la rodilla, y así.

El abuelo y yo la escuchábamos resignados y le decíamos que sí, que pobre, que ya iba a pasar, que
no se preocupara, que “dale Adelita, ya está”.  


La merienda era su gesto de bienvenida: panqueques con dulce de leche para mí y café con leche
espumoso para el abuelo. Mientras tanto mirábamos la tele sin demasiado interés, más bien estaba como ruido de fondo. El plato fuerte era la cena. No solo porque sus milanesas eran como tocar el cielo con las manos, sino porque en ese momento poníamos el foco, ahí sí, en lo que se proyectaba en la televisión. A la abuela le encantaba “No toca Botón”. Con el Negro Olmedo se reía a carcajadas. Se notaba en su alegría algo picaresco, sobre todo cuando aparecían las escenas del Manosanta con la “Nena” o cuando el marido llegaba a la casa y encontraba a su mujer en posición sensual en la cama y al amante escondido en el ropero, desatando la discordia.

El abuelo, en cambio, no festejaba tanto.

La tele estaba en la cocina, un ambiente chiquito y cálido que daba al comedor, donde había un ventanal hacia el jardín que conducía a un pasillo, y éste a la calle. Desde la cocina adivinábamos lo que sucedía en la vereda. Esa casa pequeña me hacía sentir segura. Los fines de semana eran como un sueño. Los abuelos se desvivían por darme todos los gustos, en especial el desayuno con galletitas Melba que Adela me traía a la cama diciendo “Buen díaaa, le dijo el zorro a su tíaaa”, frase que no siempre terminaba. Yo me hacía la dormida porque me gustaba ese ritual, pero estaba despierta desde hacía rato, esperando ese instante con la ansiedad de quien tiene por delante semanas de aventuras posibles, aunque solo se tratara de un fin de semana. El abuelo me llevaba a patinar a la plaza Roca, la del tanque de agua inmenso, que estaba en frente del club, y otras veces a la calesita de la plaza Mitre. Nada me resultaba más desafiante que intentar quedarme con la sortija, si no la primera vez, la segunda, aunque no siempre lo lograba. Retorna a mi memoria la ternura que le inspiraba mi gesto al señor calesitero y compruebo que ésa era la causa por la que sacaba más veces la sortija que el resto de los pasajeros. A la distancia, las miradas cómplices entre mi abuelo y él -cuando yo festejaba mi pericia- confirman mi hipótesis acerca de los hechos. No sé si quiero ser esta refutadora de leyendas, pero sí sé cuánto me hace falta un guiño como el de aquellos dos para dar una vuelta más. Antes lo recibía sin saberlo y me creía poderosa. No sé si quiero esta lucidez abuela, yo sé de sobra que aquel hombre no te alcanzaba; lo sé y lo
entiendo, pero igual por momentos, eso me atormenta. ¿A quién le alcanza el otro? Ahora me doy cuenta de que tanta queja repartida por el mundo, era en el fondo, un mismo lamento.

Vos eras burbujeante pero también cacareabas tus frases trágicas: “ya me van a extrañar cuando me muera…” o “me van a matar de un disgusto”. En cambio, a Vicente, jamás le escuché levantar la voz. Demostraba su enojo con silencio. Funcionaban así, exceso y defecto, una especie de ying y
yang criollo. Cuando el ambiente se ponía muy espeso, el abuelo, con una mirada, me impulsaba a salir a dar una vuelta, como aquella parte de la película que convenía no ver. Lo que ellos no sabían es que cuando la curiosidad pica y no se ve se rellena con imaginación. Yo me iba a la calle a jugar, sin embargo, seguía recreando imágenes en mi cabeza.
La bici era el único momento del fin de semana sin ellos. Con mis amigos de la cuadra y mis primos, que vivían muy cerca, nos dejábamos llevar por esas calles arboladas y sin tránsito, lejos
de los grandes que nos marcaban el paso. El peligro de hacer más allá de su vigilancia era todo nuestro, y el vértigo de portarnos mal y festejarlo, también. Recuerdo el cosquilleo y la emoción al agarrar la bici y cruzar el umbral de la casa, el mismo que a veces siento cuando me voy de
viaje. Eso era cada aventura: un viaje. Pero ¿dónde estaban tus ganas de armar la valija y salir a comerse el mundo? No lo sé. La duda cae como un rayo: ¿ porqué estabas siempre en el mismo lugar y “encerrada entre cuatro paredes”?. Yo te lo hubiese preguntado, pero todavía era
chica y no sabía cómo hacerlo. Igual no creas que no lo intuía. El esfuerzo me parece tan claro ahora. Esa perra que asomaba en vos y que tratabas de domesticar, inútilmente ¿ése era tu
secreto? Escuchaba tu risa por el actor de la tele que hacía de amante escondido en el placard; seguro que también te hacían reír otras cosas de esa escena: cómo se  peleaba la pareja o el doble sentido de las conversaciones o los nervios del engañado. Pero hoy te miro en mis recuerdos y me parece que no, que no era eso. ¿Cuál sería esa otra escena en tu cabeza mientras cocinabas?
A la tarde no podía faltar la siesta, pero yo me las arreglaba para hacer alguna trampita: resistir estoicamente y postergarla hasta que fuese demasiado tarde. Cuando la abuela se
levantaba del descanso disfrutaba de salir a pasear en el Taunus. “Dale Vicente, sacáme a dar una vuelta, no me tengas encerrada con este día entre cuatro paredes”. Ese era tu momento. Te emperifollabas con tu vestido más lindo, el collar de perlas y el perfume fresco y primaveral.
Recuerdo que no había ninguna abuela que manejara en el barrio y vos no eras la excepción pero cuánto me hubiese gustado verte subir a ese Taunus libre y  poderosa. “Chau, si no llego temprano la cena está en la heladera, y si no fíjense cómo los solucionan. No quiero que me necesiten para estas pavadas. Chau queridos, hasta luego. No tengo horario hoy”. Pero no,
recuerdo tu voz inconforme, chillona: “llevame”, “sacáme”. Vos pedías unas vueltitas por el centro, mirar vidrieras, una visita a la casa de mis tíos y muchas veces a la peluquería. El abuelo a veces se ponía un poco inquieto, preguntaba a qué hora volvíamos, que la cena, que los
mandados. Ese era otro momento en el que mostrabas tus dientes con decisión, un ladrido apagado pero firme. Ya regresarían, que así no se puede, que no se puede estar siempre adentro. La trifulca con Vicente no duraba mucho, pero sí lo suficiente para que te ganaras tu momento.
¿Pero sería ese tu momento? ¿Y si no cuándo? El momento de tus brillos, de la conversación fuera de esas cuatro paredes , de lleva y trae con los parientes, de contar tus impresiones sobre el mundo y festejar tus ocurrencias, sin aburrimiento, luego de toda la semana metida en la casa
y en esa vida monocorde.
Tal vez la corta edad me impedía ver que en algún lado te renovabas. Es indudable que había un mundo inaccesible para mi. Y ahora mientras converso con tu recuerdo, tampoco logro que me lo digas. ¿Qué hubieras hecho de haber podido elegir? Te imagino en un escenario, o allí te
quiero ver. Porque eso era lo que te gustaba de verdad, ¿no? Nunca entendí bien por qué abandonaste el teatro, pero, sin lugar a dudas, el histrionismo quedó intacto a lo largo de tu vida. Sobreactuabas gesticulando de un modo fascinante y cuando relatabas algo no sabía si reírme o llorar de emoción. No tengo dudas de que hubieras seguido brillando como lo hiciste cuando eras joven en esas obras teatrales de las que me hablabas con nostalgia y en esos personajes que te daban su vida, su erotismo y sus palabras.
Cómo sintonizar con algo así, si una siempre está en interferencia con otras cosas: el trabajo, los hijos, que todo salga bien, que no se caiga el castillo de naipes que con minucioso esfuerzo se fue construyendo carta a carta. Algo se desdibuja, lo recobro pero al instante se vuelve a escapar.
Como vos, abuela. Ahora recuerdo que cuando el abuelo se iba al galpón con su spika a arreglar alguna cosa, nosotras mirábamos en la tele “Yo me quiero casar ¿y usted?” Imposible olvidar el pelo platinado del conductor, el tono de voz arrabalero y la audacia de sus corbatas. Vos observabas atenta pero indignada: “¡Qué caradura, ponerse a hacer esas cosas en la tele!” “Para mí es todo mentira, mirá si alguien va a ir a hacer semejante pantomima a la televisión. ¡Cómo lucra con los sentimientos ajenos este hombre, por el amor de Dios!” Lo curioso era que no dejabas de ver el programa ni un solo día. Para estar frente a la tele resolvías las ocupaciones hogareñas antes o después, aunque nunca confesaras el placer que te daba ver el programa.
Claro, seguramente lo que para mí era un puro juego de apuestas para vos era otra cosa. A lo mejor un reflejo de lo que harías en ese lugar, una fantasía de cómo sería estar con éste o con
aquel, o qué harías luego de que se fueran del “living del amor”. Seguro te veías recobrando algún entusiasmo de juventud. 
Con los años me fui dando cuenta de que transmitías cariño con el enojo. A lo mejor era el precio de estar siempre ahí, con un amor intenso y sin condiciones. ¿Cuál es esa clave para la
vida, abuela adorada, rezongona? ¿Qué hacía que siempre refunfuñaras? ¿Qué había salido tan mal? ¿O las cosas eran siempre así, con gusto a poco?

¿Qué se hace cuando comienzan a notarse las rajaduras de las cosas?

Hoy me arreglo con estas teorías vagas y las pongo a prueba con los recuerdos. Quizás, si hubiéramos hablado antes, el eco persistente de mis preguntas sería más benévolo.
Hay una imagen preciosa grabada en mi cabeza. Es raro. Parece un tiempo fuera de todo tiempo; un momento arrancado de lo más fútil de la vida cotidiana. Después de almorzar, vos y Vicente hacían algo en lo que yo no veía dos abuelos, sino un hombre y una mujer. Secaban los platos
haciendo la ceremonia de cantar de a dos, algún tango o tal vez un bolero. Era difícil meterse en esas voces armónicas y afinadas. Creo que eso era lo mejor que hacían juntos. ¿Cómo podía haber una grieta ahí, entre dos que cantaban así, que a una le daban ganas de aplaudirlos hasta
que dolieran las manos? ¿Cómo podía ser, abuela, que cantaras al mediodía y ladraras por la tarde?  Cuando te enojabas eras melodramática y hablabas ridículamente de tu camino certero hacia la guadaña definitiva: “¡me van a matar de un disgusto!” Por momentos eras toda una película, o mejor, una de esas telenovelas centroamericanas que no tenían matices, te hacían reír y llorar a la vez.
Yo te comparaba mucho con la abuela de mi amigo José, la vieja loca que vivía en la esquina de tu casa que también ladraba, pero era mala, una perra criada a palazos con el miedo metido muy adentro y que mordía por cualquier cosa. Mi amigo me hablaba de ella y a veces lloraba sin
lágrimas. Vos no la querías a esa señora, que no era una montaña rusa como vos, sino más bien
llana. Vos gritabas para protestar y ella por desquiciada. Pero yo no te contaba estas cosas cuando iba de visita a la esquina. No te las contaba porque era un secreto que guardábamos los chicos: hablar de ustedes, los grandes. Hablábamos de nuestras cosas de un modo disperso, mezclando todo con inventos, películas y chismes sobre otros nenes.
Mi amigo también veía telenovelas con su abuela. Me lo contaba como un alivio, porque en ese momento a ella se le pasaba el enojo. Qué cosa ¿no? Una mujer que suspende la violencia
cuando se mete en un drama de mentira. Me imagino a esos dos atrapados por la tele queriendo que los personajes hicieran tal o cual cosa.

Un día mi amigo me contó que entró al dormitorio y vio a su abuela vestida como para salir, con ropa linda, así dijo, ropa linda, perfume, y lo que nunca: los labios pintados. Cuando ella vio a su nieto se le transformó la cara y comenzó a sacarse la pintura de los labios con algodón, avergonzada. Se desvistió y se acostó a dormir en
silencio. Te pregunto, abuela: ¿ella no tenía correa? ¿no tenía sortija? ¿nada? Los vuelvo a imaginar en la cocina, como nosotras, mirando “Yo me quiero casar ¿y usted?” haciendo fuerza
para que uno de esos desangelados que participaba en el programa se juntara con alguna que venía de sufrir las mil y una. Seguro armaban, como nosotras, combinaciones, y si no había
coincidencia se quedarían tristes y vacíos por tanta expectativa. Vos decías que era todo mentira, pero para mí que también te quedabas triste. Pienso que cuando José veía el programa fantaseaba con su abuela en el canal, contando cosas de su vida, de su soledad. Y ahí no gritaba esa señora.
La veía contar su vida de tardes de telenovela y escoba, de viudez renegada, o de domingos de
pastalinda y tuco de tres horas, sin despintarse los labios y con sus mejores ropas. 
Ahora se me viene a la cabeza la imagen de nosotras acostadas en tu cama, vos de batón y
ruleros, en el silencio de la siesta interrumpido por las chicharras ruidosas, y yo queriendo saber.
¿Cómo era que me nombrabas, abuela? ¿Clara? ¿Clarita? Me acuerdo de “pichona”. Siempre me
resultó modo hermoso ese modo de nombrarme. “Pichoncita, dejame descansar, no me vengas
con cosas raras, sos muy chica para andar preguntando”, dice tu recuerdo. Una cree que puede imaginar las cosas como quiere pero no, no siempre es posible. Yo quiero que estés acá, sentada conmigo, en este banco de la plaza Mitre, a la que vengo siempre que necesito estar sola. Veo cómo me acariciás la cabeza y luego te retirás lentamente a descansar. Estoy frente a la calesita y por más que piensen que estoy loca me voy a subir al caballo negro y voy a pensar cómo son las cosas, si soy el caballo vueltero que no va a ningún lado, o esa que sube, se divierte y busca una vuelta más. Quiero que te subas conmigo pero ya no te veo en mi cabeza, como hace un rato.
“Dejame tranquila pichona”, escucho otra vez. Es que hay cosas que no entiendo y me importan.
“Dormí un poco. Si no, vas a estar cansada”, escucho a lo lejos, sin ladrido, con tu voz suave.
Voy a subir a la calesita, quiero otra vuelta o tal vez alguna revelación, no importa, basta de andar deambulando por los rincones de esta historia.
El calesitero me mira y luego indaga: ¿dónde está su hijo señora? Le digo que el boleto es para mí. Se ríe. Le pido que me tenga el saco y la cartera. No puedo subir cargada a la calesita.

-¿No hay sortija? -No señora, solo los sábados y los domingos. Hoy es miércoles. Los miércoles no hay sortija.
¡Qué lástima! pienso, pero igual me subo.

Literatura y psicoanálisis: Bienvenidos

LITERATURA Y PSICOANÁLISIS

Bienvenidos a la nueva sección

"Que cosa curiosa esto de escribir ficciones.
Escribir una ficción es contar una verdad. Verdad que se escribe al tiempo que se habita, y con la misma tinta, se dibuja un nombre.
Que cosa curiosa esto de contar ficciones.
Contar ficciones es decir una verdad.
Verdad que escrita imposible se extingue, por el contrario, se vuelve real"
Literatura y Psicoanálisis. Ciaf.

Literatura y psicoanálisis: Cita

"Un amor conocerte placer de mi vida"

Un relato por Mercedes Molina

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Un amor conocerte placer de mi vida 


A cada quien le fascina lo que le fascina.

Ese particular e intransferible rasgo que nos suelda al recorte de lo que te atrapa para ya no dejarte ir. Como en una especie de encantamiento mágico caemos hechizados por aquello de lo que casi nadie (o al menos no he conocido) puede explicar.

Parece inevitable dirigir el pensamiento en este punto al amor no?  O más bien al enamoramiento; esa suspensión en la que Freud nos describe como adheridos al otro idílicamente.

Pero no es sólo allí, porque nunca es fácil la lectura ,afortunadamente, con nosotrxs lxs parlantes.

También los hay de esos momentos por destellos, por raptos fugaces que encandilan a veces tan instantáneamente que no los podemos atrapar.

Ya pasaron varios meses, ya cambiamos el año del calendario y aún ronda la pregunta que escuché y leí de varixs y que también me hago; 

"No sé qué me pasó?" 

"Qué me pasó?" 

En un programa homenaje, calculo que siguiendo esa lógica de responder en algún momento la inquietud, escuché esta sugerencia de parte de un cantante;  

"Ahora ya hemos dicho suficiente al respecto, ahora sólo veámoslo."

Y una de las ventajas de escuchar, es dejar el oído abierto...

Viendo un vídeo donde el personaje en cuestión bailaba en la cancha, literalmente bailaba con y sin pelota, fué que pensé..."es como aquella vez"

Entonces recordé a mi profesor de matemáticas de segundo año de la secundaria, un tipo altísimo, de talante raro (muy misterioso para mis 14 años) con voz baja, tanto que cada tanto desaparecía. También a otra profesora, una de literatura, "una señora docente" toda semblante del imaginario académico de los 90 por estos pagos. Y así varias escenas se agolparon en imágenes,en sensaciones,en fascinación. 

No me gustan, ni me gustaban las matemáticas pero a él sí y se le notaba tanto y lo transmitía tanto así como por todos lados...

Y lo transmitía así como por todos lados, por todas partes y yo no podía dejar de apreciar ese espectáculo, hasta de a ratos me interesaba lo que decía aunque ahora pienso sí quizá, lo que me interesaba no era más bien su interés... si el encantamiento no tiene que ver a veces con el contemplar ese espectáculo tan especial, esa maravilla de ver desplegarse frente a nuestros ojos y sentidos el baile del deseo, el acontecimiento de la pasión, esa entrega generosa de quien nos regala tan especialmente su disfrute y que nos presta por un ratito su canción...


Mercedes Molina

Literatura y psicoanálisis: Acerca de
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Linternas

Linternas


“ya podemos

apoyar nuestras cabezas y seguir

el movimiento de las cosas

mientras regresamos

a casa”


“Horario de trenes”

El fuego en el que creo

Alejandra Pérez Tujague

           


Las mesas de “La reina del tenedor libre”, en el Once, están casi siempre ocupadas. Ellos dos, delantal rojo y gorra blanca con el logo del negocio, son un solo mecanismo de cuatro brazos que frega en la bacha, escurre en las estanterías de hierro tejido, seca y acomoda. La vajilla tiene que estar disponible para el recambio constante de comensales. 

-Que todavía falta un hora y media para el cierre, ¡sordo! 

Hoy no hay clima de joda. En otra ocasión, sorda tu hermana, hubiese provocado la malicia. Si participan los mozos, peor. Cuando alcanzan los platos sucios que levantan del servicio siempre dejan una ocurrencia nueva para la batalla.

-Perdoná que no me pude quedar en el cementerio, tenía que irme, sí o sí.

-Olvidate, no pasa nada…

-Ya sé, ya sé, pero igual, te lo quería decir

Vaaamooooos, aceleren con eso, parece que están dormidas las chicas de la cocina…

-¡Inaguantable este! Si me jode mucho lo pongo, ¿vos que decís?

-¿Qué?

-Nada, nada, dejá…tirá esos platos acá.


Quedate en tu casa, no hay problema, ¡no se diga más! nosotros te necesitamos bien cuando vuelvas. Mi más sentido pésame para vos y para tu mamá. No, por favor, tomate un par de días, después lo arreglamos con los francos. Claro, claro, es así acá, tenemos que usar días de ahí, entendénos vos también a nosotros, más no podemos. Eso escuchó el domingo pasado, del otro lado del teléfono, antes de cortar.

-¿Qué te dijo?

-Nada mamá, que está todo bien.

-Hijo, no sé qué haría sin vos.

-Quedate tranquila, andá a acostarte.

-Tu padre...

-Andá, acostate. Dale, en serio mamá.

La tapó con un acolchado que sacó del ropero cuando la vió dormida, no la iba a mover para meterla en la cama. Y se llevó el blíster, no sea cosa que otra vez. Lo escondió en la alacena, detrás de unas cajas.


Hoy viernes lo recibieron con palmadas y algún abrazo. Se acopló con su compañero y arrancaron el turno acomodando el salón. Luego lavaron lo que usaron los cocineros, que trabajan desde temprano. Es principio de mes, la gente hace cola para entrar a comer. Le parece absurdo. Los mira desde la cocina como si fueran tristes animales de zoológico a los que les llegó la hora de alimentarse; y están emocionados por eso, nada más. 

Cuando los mozos comenzaron a traer el servicio con las sobras de las primeras tandas del comedor, se dio cuenta que sus brazos trabajan lento. No los de su compañero, están a contramano. Los restos de comida se clasifican en dos: los que van al tacho de basura y los que van al tupper que se llevan a su casa Tampoco aprovecha eso. ¿Qué pasó mamá? no entiendo, ¿!en las vías!?¿Y la ambulancia?, esperá ahí, esperá que me tomo un remis. Sin consultar apagó la radio. No soporta al locutor. No lo distrae como otras veces, cuando la charla, las cargadas y la música se mezclan con los ruidos de los cuatro brazos trabajando. Hoy se escucha esto último, aunque van a destiempo. Y su memoria.

Vaaamooosss, la bachaaaaaa esta leeeeenta hoy, necesitamos fuentes; platos limpios hay…

-Alcanzame, dale; esto está que explota.             

-¿Sabés que me dijo? Que los días que me tomé me los va descontar de los francos.

-Las bandejas…

-¿Te parece a vos, este ortiva?

-No, no me parece, pero es así acá, si no te tenés que ir…



            Después de darle de comer al gato que se quejaba metiéndose entre sus piernas, cerró la puerta de la pieza donde su madre duerme pesadamente y apagó todas las luces. Se acoda en la ventana de su pieza, en el quinto piso de la Torre 3. Con la casa en silencio escucha sin interferencia los sonidos de la plaza. Desde la esquina, unos cumbiones con los graves bien potentes que salen del baúl de un Fiat tuneado, rodeado de pibes tomando cerveza. Desde el anfiteatro chiquito, grafiteado, gritos y risas de otra ronda. Una de las chicas se separa del grupo y se sube al escenario de cemento. Baila al ritmo de lo que llega del auto de la esquina. Unas luces azules, rasantes, avisan que se acerca un patrullero. Y allá, después de la plaza, cruzando la calle finita, la estación de Ituzangó. Se ve una parte del andén, iluminado. Y los trenes que llegan y parten como refusilos ruidosos cortando la oscuridad. Es el Sarmiento. Todo los días, menos los lunes, lo lleva cruzando el conurbano en línea recta hasta “La reina del tenedor libre”.

Cuando pueda te hago entrar, pero hay que esperar, no está fácil con la empresa. De La Torre a la bacha es un mundo recortado a su mínima expresión. Yo no quiero hacer lo mismo que vos y el abuelo, el abuelo te dijo eso y vos decís lo mismo, sos un loro. A su padre, ferroviario, se lo cruzaba en algún andén, de pasada, yendo o volviendo de Once. Le faltaba poco para jubilarse y lo escuchaba rezongar, preocupado: no se veía haciendo otra cosa en la vida. Vos no sabes nada, en ese trabajo de lavacopas no vas a aprender nada; acá, de a poco, podes cambiar de puestos, evolucionar, ganar más guita, en blanco. ¡Vos querés que sea igual que vos! pero no me vas a decir lo que tengo que hacer; ya voy a ver, guita y comida traigo a la casa. ¡Que pendejo pelotudo que sos…! Con esas voces en la cabeza llegó, la semana pasada, al lugar del accidente. La formación estaba parada y entre los durmientes y las piedras, lo que no tenía vuelta atrás, inmóvil. Algunos de mameluco azul, sentados en el borde del andén, lloraban. Él se subió a la ambulancia que desapareció rumbo a la guardia, esquivando autos a pura sirena. Le iba apretando la mano con desesperación, pero seguía quieta, muy quieta, igual que el resto del cuerpo en la camilla. 


            A la una de la mañana el plateado de la bacha estaba reluciente. Ahora, el mecanismo, trapea el piso del comedor. Antes de que el encargado les pague, ya siendo dos otra vez, se van a sentar a comer, tranquilos.    

-Acá falta plata, me estás pagando solamente hoy, te equivocaste.

-A mí el dueño me dejó la orden de pagar así, vos en la semana no viniste.

-¡Pero si me dijo que me la tome! que no había problema, que viniera directamente hoy, que lo arreglábamos con los francos…

-Sí, pero al final dejó la orden de pagar de esta manera. Acá es así. Día que no se trabaja no se paga, si se trabaja, se paga. Es la única manera de que funcione, ¿entendés? Vos te enojás porque no entendés. Eso pasa. Te acompañamos en el sentimiento, te guardamos tu lugar de trabajo mientras descansabas. Más no se puede…

El encargado, antes de terminar de hablar, cayó de espaldas al piso, aturdido. Nunca iba a saber que esa piña que le entró de lleno, detrás de la oreja, no fue contra él, sino contra todo lo que en la vida te roba las ganas de seguir. Su compañero lo sacó del brazo y a empujones lo llevó hasta la puerta.  

            4.03 sube al tren, en Once. El Sarmiento parte puntual hacia el oeste. Se acomodó contra la ventanilla usando el buzo de almohada. Afuera todo se ve como rayas y formas desprolijas, parece que una mano invisible dibuja el paisaje con apuro. En Castelar le presta atención a una luz de linterna que se mueve en el extremo de un brazo inquieto, por el andén. Con intermitencias, el haz zigzagueante, se mete debajo de los vagones. Supone que están haciendo un control. Luego el silbato y las ruedas de hierro a fondo, chispeando de vez en cuando. Sus recuerdos, también. ¿Vos sabés que a tu abuelo le decían el loco de la linterna, en el ferrocarril? En aquellos años le daban una gigante, de acero, pesada, de las que llevan muchas pilas. Si había que examinar las locomotoras y los vagones de noche, en alguna emergencia, se tenía que ver bien. Igual a él le encantaba usarla para todo. Si había que revisar algo, un motor, un aparato o se cortaba la luz, te mandaba a buscar la linterna, como si uno le alcanzara la solución para todo. Te la presto, si querés, para cuando te de miedo la oscuridad. No papá, tenela vos, el abuelo me regaló una, es chiquita pero tiene buena luz, me dijo. ¿Por qué llorás? No lloro hijo, estoy cansado, dormí que es tarde.      

Cuando el tren frena en su estación, abre los ojos, sincronizado. Baja de la formación, se pone el buzo y la mochila. Cruza la calle finita corriendo y entra a la plaza, por la diagonal. Se sienta en el banco. Es el momento en que comienza a retirarse el movimiento nocturno del lugar, entre festejos de caravanas, y aparecen, raleados y entredormidos, los que arrancan su jornada yendo a tomar el tren. Todavía no quiere llegar a su casa. Comienza a caminar hacia la Torre 3 cuándo las primeras luces rosas del amanecer iluminan la vereda.

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