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Julio Moscón Psicoanalista

El malestar en tiempos distópicos


                                              

                                                              

                                                                                                                          “En los tiempos oscuros, 

                                                                                                                              ¿se cantará también?

                                                                                                                                 Se cantará también 

                                                                                                                      sobre los tiempos oscuros”.

                                                                                                                                        Bertold Brecht.


                                                            1


La pandemia de repente nos envolvió en una pesadilla, nos instaló en un mundo distópico: de golpe estábamos presos en una ficción demasiado real, forzados a ser actores de una desagradable película de la que aún hoy es difícil tener una buena perspectiva. 

Pero a pesar de no ver con claridad, al menos empezó a ser evidente lo que caracterizaba la distopía: el virus venía a exacerbar a nivel planetario ciertos rasgos hace ya tiempo típicos del mundo globalizado y dependientes del discurso imperante, o más precisamente, propios de su modalidad posmoderna.

En estas líneas quiero ubicar esos rasgos ahora agudizados y dar cuenta del lugar y la incidencia posible del psicoanálisis en el contexto del malestar actual.

Empezando entonces por dichos rasgos, en primer término, voy a mencionar el individualismo in crescendo y la tendencia al aislamiento en la burbuja narcisista que la pandemia sin duda alguna potenció, como así también los sentimientos de desaliento y sinsentido, a tono con el deterioro de las condiciones de vida y el aumento de la desigualdad social.

En el mismo sentido ubico la primacía del cuidado de sí, el culto del cuerpo y del perfil propio; la sujeción al poder tiránico de la imagen y la compulsión a consumir; la desvalorización de la palabra, los afectos esquivos o fugaces, las relaciones líquidas; la ausencia de futuro y la imposición del tiempo presente; la crisis de las certezas y la incertidumbre ante la falta de horizontes; la angustia, el vacío, la violencia y los fundamentalismos. 

Son tiempos de sexualidad liberada y de diversidad de géneros; de nuevos armados de familia y de parejas; de progresos y de derechos adquiridos; de feminismo, de cuestionamiento del patriarcado y demás deconstrucciones, pero a la vez, son tiempos de violencias de género y feminicidios; de cinismo y posverdad; de aislamiento, paranoias conspirativas, xenofobia y guerras.

Distopía de una sociedad con marcas indeseables y generalizadas de disgregación y violencia en los vínculos interpersonales, en función de un discurso tecnocrático y desubjetivante, oxímoron de progreso y destrucción.  

Configuración discursiva de tintes amargos y de semblantes contradictorios, que sostiene una pretendida uniformidad global pero que, paradójicamente, promueve la cultura del individualismo contraria a la racionalidad de los consensos sociales.



                                                           

                                                           

                                                            2

Al respecto, en línea con este panorama, vale traer a colación la conferencia de Lacan en Milán de 1972, en la que habla del discurso capitalista, del cual destaca su predominancia y escribe su fórmula, invirtiendo los lugares que ocupan el significante amo y el sujeto dividido en la escritura del discurso del amo.

En dicha fórmula se puede leer cómo el discurso capitalista implica un empuje a suturar la división del sujeto y a colmar la carencia que anima el deseo, por medio de la producción de múltiples objetos ofrecidos al consumo. De esa forma se fabrica un sujeto consumidor sin límite, capaz de consumirse consumiendo, en lugar del sujeto deseante en relación con la insatisfacción como causa y límite.

En ese movimiento de la máquina del discurso todo se vuelve consumo y mercancía, hasta por supuesto los seres humanos. Y también el saber especializado o, mejor dicho, la tecnociencia que, para bien y para mal, se extiende como un Otro sin control, un monstruo que se expande por cada milímetro del planeta, mecanizando y robotizando la vida.

La verdad del sujeto de consumo, entonces, es que está atado al tren del significante amo de la tecnocracia y el mercado, que lo manda a unificarse en la ilusión de ser un individuo autosuficiente, desconociendo su división como sujeto del significante, e incitándolo a toda costa a perseguir una satisfacción imposible de alcanzar; en verdad, a hacer de la insatisfacción un padecimiento.  

Vemos así que, con la escritura del discurso capitalista, Lacan ya articulaba una transmutación del lazo social y vislumbraba un cambio en el estado de cosas que iría desarrollándose aceleradamente hasta llegar a lo que vendría a ser su forma actual dominante, la de un discurso de la posmodernidad.

En efecto, sabemos que a la sociedad de consumo de los 70 le siguió el desarrollo de la llamada sociedad postindustrial, cada vez más tecnificada pero volcada sobre todo a los servicios y a los negocios financieros, por lo que la cultura del trabajo fue en declive, aumentando la concentración económica, el desempleo y la marginalidad, mientras las perspectivas de ascenso social se iban perdiendo. 

En fin, diríamos que la caída de las utopías de la Revolución y de los Estados de bienestar, o por lo menos sus crisis y fracasos, pusieron más de relieve las notas típicas del posmodernismo que el discurso capitalista venía mostrando, del mismo modo que ahora en la actualidad lo ha hecho la pandemia, pintando de colores apocalípticos el malestar.



                                                            3

Ahora bien, a primera vista, el malestar pareciera estar identificado con algunos de los rasgos posmodernos que hemos comentado, como, por ejemplo, la angustia, el desaliento o el vacío de sentido; afectos o vivencias particulares que corresponden a un universo discursivo común, en el que también podemos incluir las actuaciones impulsivas, los desbordes adictivos y las reacciones violentas.

Es por este lado que el discurso amo muestra la hilacha, revela su falla, haciéndose evidente la resistencia del sujeto a ser anulado y a contentarse en el orden social. El individualismo promovido termina en la soledad, la segregación y el descontento, y el saber tecnocientífico globalizado no logra un mundo feliz, o si en parte lo logra, es al precio de otra parte muy grande de infelicidad y destrucción.

De todas maneras, esta identificación del malestar no deja de ser una aproximación abstracta, una descripción al fin sólo trazada en líneas generales. Está situada en el plano del sujeto inscripto en tanto particular a un universo de discurso capitalista y posmoderno, según ha sido definido.

Es decir que hasta aquí sólo estamos tomando nota de formas del malestar cristalizadas como rasgos de identificación en lo general de un discurso común, pero todavía estaría por verse la contingencia de poder pasar a otro plano, el de la atención caso por caso y al detalle de cómo son vividas esas particularidades por cada uno, con qué grado de identificación o de conflicto, con qué posibilidad de compromiso subjetivo y de encaminarse desde su potencial valor de síntoma hacia lo más singular de su discordancia.

Esa sería la función del discurso del analista, su lugar específico en medio del contexto actual distópico: dar la palabra al padecimiento de cada cual, al principio expresado más o menos en la moneda corriente del discurso común, en cualquiera de sus manifestaciones, y escuchar a la letra su despliegue significante metonímico y metafórico, y sus puestas en acto transferenciales, dando lugar a efectos de sentido en los que el decir toque el cuerpo y abra la vía de nuevas significaciones para el sujeto. 

De este modo, sustraído del discurso amo, desde una lectura agujereada, porosa; desde la falta que relanza el deseo, el analista iría en la línea de la discordia y la desidentificación, es decir, del síntoma, en la medida en que escucha al sujeto dividido emergiendo en las contradicciones y fisuras de su identificación con los dictados posmodernos o las posturas reaccionarias. 

Es así entonces que, a la letra del inconsciente y su poética, por la vía del sentido que se trastoca y abre nuevas significaciones, el discurso del analista no va ni en la dirección del sin sentido nihilista ni en la del sentido único fundamentalista; tampoco avala ni se asimila al desánimo o al cinismo. 

En suma, obrando desde el margen del discurso amo y sus semblantes, excéntrico, en medio del malestar, pero en causa con lo singular de su letra, el psicoanálisis hace su apuesta ética en nombre del sujeto y su dignidad.  

        



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